esde el estado de Zacatecas Hermelinda recibió una llamada de su sobrina. Entre sollozos, le compartía que Luciana y tres de sus hijos estaban desaparecidos. Con mucha dificultad, pudo explicarle que el lunes 26 llegaron varias camionetas con personas armadas a una colonia de Villa Unión, municipio de Mazatlán. Entraron a sus domicilios preguntando por Gustavo. Varios jóvenes fueron golpeados y los amenazaron con matarlos. En una de las camionetas se llevaron a mujeres y niños. La información llegó a cuentagotas; hablan de personas asesinadas y heridas. Varias no pueden salir porque la colonia está vigilada por los armados.
Tres mujeres que fueron liberadas testifican que Luciana fue asesinada con uno de sus hijos. Del más pequeño, de cuatro años, desconocen su paradero. Las familias indígenas están dispersas e indefensas. Las llamadas de auxilio llegan hasta la Montaña de Guerrero, porque en Sinaloa las autoridades los ignoran. Hermelinda está desamparada porque no hay manera de hablar con el presidente municipal de Tlapa. Prefirió ir a su comunidad en busca de apoyo. Regresó afligida y temerosa por la falta de solidaridad de sus paisanos. Temen que la gente de Sinaloa atente contra la vida de los familiares que trabajan en sus campos.
La guerra que libran los chapitos y los mayos se ha extendido a los campos agrícolas y está cobrando vidas de jornaleros de la Montaña. La disputa es férrea por el control territorial. La población indígena que deambula por los campos durante todo el año transita en medio del fuego cruzado. Los encargados de las agroindustrias son suplantados por sicarios que se encargan de reclutar a la gente y de vigilar los campos para repeler cualquier ataque.
Las familias jornaleras trabajan entre los camperos armados. Los peligros son mayores si reclaman el pago puntual de sus jornadas de trabajo. Los jóvenes son reclutados y se enrolan como vendedores y consumidores de cristal. Para sus familias, su incorporación a estas redes criminales es una separación definitiva porque saben que portar un arma es para matar o morir. Es el destino funesto de los jóvenes jornaleros que sobreviven en la Montaña y que mueren en los campos agrícolas.
2025 ha sido el año del reclutamiento forzado de muchachos indígenas que han sido asesinados o están desaparecidos. Nadie se atreve a denunciar estas atrocidades. Los familiares temen alguna represalia y no cuentan con recursos para pagar los gastos funerarios. Las autoridades se desentienden de esta violencia que está invisibilizada. Las familias se resignan a sepultar a sus hijos en los municipios donde nunca más volverán a visitarlos. Las tragedias se han multiplicado, pero pesan más el miedo y el silencio de las víctimas, que desde lo más recóndito de la Montaña se resisten al olvido.
Los casos se han registrado en Michoacán, Guanajuato, Jalisco, Sinaloa, Zacatecas y Chihuahua. Las familias conocen esta geografía hostil como la palma de su mano. Saben los tiempos de cosecha que se dan en cada campo. Se organizan entre varias para salir en caravana a otros estados. En el trayecto enfrentan demasiados peligros por los grupos armados que controlan las plazas y los territorios. Tienen que pagar cuota para no ser molestados; es como cruzar la aduana para arribar a otros campos, con otros jefes de plaza. Este periplo que comienza en la Montaña recorre los estados del Bajío hasta llegar a Chihuahua o San Quintín.
Miles de kilómetros recorren las madres solteras, en su mayoría monolingües, que no saben leer ni escribir. Algunas viajan embarazadas, cargan con niños y niñas que no van a la escuela. Otro contingente importante son las personas mayores que no tienen tierras y tampoco son beneficiarias de los programas federales. Para ellas y ellos no importan la distancia ni los riesgos en su desplazamiento, llevan fija la idea de conseguir un trabajo remunerado que alivie sus enfermedades y asegure comida suficiente para recobrar el ánimo y las energías perdidas. Los hijos pequeños, que pueden ser una carga para la mamá, en la recolecta del chile y del tomatillo son de gran ayuda porque con sus manitas incrementan el número de cubetas que suman un mayor ingreso.
Las condiciones de trabajo de los jornaleros agrícolas son deplorables por la sobreexplotación que padecen de los capataces que los esquilman: no reciben completo el dinero de las cubetas o arpillas que recolectan y porque tienen que pagar tarifas altas por los servicios de agua y luz. Las rentas de casas semiderruidas son caras y los precios de los productos básicos son a capricho de los patrones. Ninguna autoridad vela por sus derechos, tampoco inspecciona los campos, menos ahora que ya están regenteados por el crimen organizado.
En enero, 30 familias del pueblo Me pháá salieron de Tlapa para el corte de chile y tomatillo a Chihuahua. Permanecieron tres meses; algunas familias se trasladaron a Zacatecas y a principios de mayo el resto viajó a Villa Unión en Mazatlán, Sinaloa. En este grupo viajó Luciana con sus tres hijos. Con muchas dificultades pudo solventar los gastos que hizo en Chihuahua, por el alto costo de la renta y la comida. Se instaló junto con el grupo de cristianos que salieron desde Chihuahua. Fue en el campo Los Pozos donde el precio por la cubeta de chile jalapeño era mejor. Luciana y sus dos hijos mayores trabajaban de sol a sol para sacar 400 pesos diarios por cada uno. Su niño de cuatro años era el amor que le aligeraba las extenuantes jornadas y que la reanimaba en sus momentos de aflicción. Su hermana Hermelinda enfrenta la gran responsabilidad de encontrar a Luciana y sus tres hijos. No quiere que se repita la historia de su mamá, a quien enterraron fuera de un campo agrícola. Buscará la forma de que trasladen sus cuerpos a Tlapa y luchará para encontrar a su niño. Las autoridades no pueden ser comparsas del crimen organizado.
* Director del Centro de Derechos Humanos de La Montaña Tlachinollan