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Un día contaré esta historia
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▲ Amanda Lalena Escalante, compositora, cantante y autora de Trece latas de atún y del libro que presentamos aquí.Foto Justin Noah
 
Periódico La Jornada
Domingo 1º de junio de 2025, p. a12

Los homenajes

Los primeros homenajes que le hicieron a mi padre se realizaron sobre el edificio colapsado. Un año después del terremoto, los escombros seguían intactos y tuvimos que escalar sobre el sándwich de ocho pisos para llegar a la cima del derrumbe. Mi mamá puso un altar con una foto, veladoras y flores.

Al caer el Sol llegaron sus amigos, Paco Acevedo, Fausto Arrellín y decenas de seguidores con guitarras acústicas. Tocaron todo el repertorio de mi padre. Cuando llegó la noche, prendieron una fogata y se sentaron alrededor, compartieron botellas de mezcal y caguamas. Un grafitero hizo una pinta de mi padre. No faltó quien se cayera entre los escombros y se descalabrara, pero se levantaba, y lleno de sangre seguía bailando.

Eran felices sobre aquel cementerio, en el museo de la pérdida, la pérdida del hogar, la pérdida de la vida y de la conciencia. Cantaban una y otra vez: No tengo tiempo de cambiar mi vida.

Esa noche del 19 de septiembre de 1986, a mis siete años, logré dormir entre canciones, acurrucada junto a la fogata, tapada con las chamarras que me ponían encima. Me dormí sobre el techo que le quitó la vida a mi padre, entre muebles rotos, bloques de cemento, piedras y varillas. Sobre miles de lágrimas, sobre el último suspiro de decenas de personas. Me quedé dormida, profundamente dormida, rodeada de fantasmas y de ángeles.

Fotos del abandono

Como si estuviera en la orilla del mar, algunos recuerdos llegan como olas, olas grandes y oscuras. Recuerdo alfombras sucias, asfaltos y mosaicos donde clavaba la mirada. Recuerdo cómo mi llanto emborronaba los pisos. Lloraba hasta dormirme en el suelo, detrás de una puerta cerrada por mi madre. Tenía la maldita costumbre de dejarme en casas de extraños. Una noche, una semana, un mes.

No sé cuánto tiempo pasaba, era eterno. En ocasiones me dejaba con gente mala y es ahí donde recuerdo el piso. Una vez me dejó días con una pareja que peleaba, se drogaba y cogía. La alfombra de ese piso era roja. En otra ocasión me llevó a Jalapa con un tío. La casa era hermosa, tenía plantas y pasillos grandes y, sin más, mi mamá se fue, me dejó ahí muchos días, lloré aterrada abrazando su foto y aferrándome a una de sus pulseras de latón.

Aunque siempre volvió por mí, esos abandonos temporales me causaron una tremenda inseguridad. Ahora, cuando alguien que amo cierra la puerta, cuando alguien se va de mí, se va de mi vida, todos esos pisos, puertas y alfombras se atoran en mi garganta. No puedo respirar y me quiero morir.

La tristeza es salada y tibia como el mar, ese mar sale de mis ojos. Las lágrimas saben a esa ola, llevo adentro de mí infinitas olas que no se calman. Los atardeceres también nacen ahí.

***

La noche más oscura

Mi hermano aprendió a caminar a los dos años y siempre se escapaba a gran velocidad. Era como un maldito correcaminos, todo el tiempo se me perdía, lo cual era muy agobiante para mí, ya que pasaba la mayor parte del tiempo corriendo detrás de él. Mientras tanto, mi mamá aprovechaba para escapar también, confiando en que yo siempre la encontraría.

Esa noche yo tenía 10 años. Esa noche, esa horrible noche, esa noche es el filo de una navaja que aún siento en la yugular. Esa noche se me sigue apareciendo como un manto que cae sobre las noches del presente. La tristeza la invoca y retorna para decirme que no valemos nada, que Dios no existe.

Fue un sábado del Chopo. Todo lo malo siempre ocurría los sábados del Chopo. Esos días mi mamá se transformaba. El alcohol le daba una extraña fuerza, un poder destructor que daba la impresión de que era capaz de romper una pared y levantar un auto de proponérselo. De un momento a otro, esa energía se le salía del cuerpo, se apagaba y la arrojaba al piso, quedando desposeída, incapaz de caminar o articular una palabra. Aquel día, cuando la oscuridad se adueñó del cielo, también quiso nuestra alma y supimos que era la maldad, y la maldad adora la noche.

Por ir detrás de mi hermano perdí a mi madre de vista, y para cuando encontré a Luis, mi madre no estaba. Habían levantado los puestos del tianguis y las cervecerías estaban cerradas. Fueron horas horribles. Mi hermano y yo llorábamos y gritábamos el nombre de mi mamá… Mireya… Mireya.

Caminamos por las calles de la Guerrero por horas, buscamos por todas las cantinas… hasta que escuchamos sus gritos que venían de un callejón, corrimos al oírla. La encontramos rodeada de un grupo de gente.¡Me violaron! ¡Me violaron!, gritaba. Sus ojos estaban hinchados del llanto, tenía los labios llenos de costras.

Yo no sabía qué era una violación, ni siquiera sabía qué era el sexo. Pero entendí que tenía que ser algo terrible porque jamás había visto a mi madre así. Aún escucho sus gritos y veo sus ojos. Esa noche extendió su sombra sobre mi vida.

Hasta cierto punto sentí que aquello tan horrible había sido culpa mía, porque no supe cuidarla, y me odié a mí misma durante muchos años.

Asumí el papel de protectora, tanto de ella como de su hijo. Lo hice con todo mi amor, porque si yo no los cuidaba, nadie lo haría. Pero aquella noche fallé y sentí que había fracasado para siempre.

Lo siguiente que recuerdo es el llanto prolongado de mi madre durante días y noches. Recuerdo una noche que tomamos el Metro sin rumbo fijo, subiendo y bajando escaleras eléctricas, mientras mi madre nos sostenía de la mano.

Después de recorrer las líneas del Metro durante horas, mi mamá tomó una decisión: nos dirigimos a las instalaciones del periódico La Jornada.

En la puerta del periódico nos abrazó y me dijo: “Te amo, Coshu, eres lo mejor que me pasó en la vida, perdóname, te amo. Ve, sube las escaleras y di que eres la hija de Rockdrigo”.

Sentí algo horrible en el pecho. Nos estaba abandonando. La abracé y le supliqué que no nos dejara. Lloré muy fuerte. Ese momento quedó marcado como el más triste de mi existencia.

Mi madre estaba decidida a quitarse la vida esa noche, lo supe después. Mi llanto la detuvo y también alertó a los policías, quienes llegaron y nos socorrieron. Mi madre les contó lo que había pasado, entramos al periódico y nos dieron té.

La gente de La Jornada contactó a una asociación llamada Kollontai. Unas mujeres hermosas llegaron a hablar con mi mamá y, al enterarse de nuestra historia, nos acogieron y nos permitieron vivir en el interior de la casa donde tenían sus oficinas. A cambio, mi madre se encargó de la recepción. Pasamos un tiempo muy dulce allí, teníamos una hermosa habitación y un patio. Mi madre se recuperó, pero no aprendió nada.

Meses después volvió al Chopo. ¿Cómo era posible? Pues lo fue. Nos corrieron. Y otra vez terminamos en la calle. Además de cargar a mi mamá y a mi hermano, se añadió un peso extra: estaba traumatizada.

Todo lo que había pasado rompió mi espíritu, tenía más miedo que nunca. Miedo a que algo nos pasara, a no cuidar bien de mi mamá y que la volvieran a violar, miedo de que se robaran a mi hermano. Tenía nueve años cuando mi inocencia se acabó. Descubrí que había depredadores, que teníamos que escapar, y me sentía tan sola.

Volvimos a los cuartos de hotel. En ocasiones, cuando compartíamos el cuarto con otra gente y mi mamá caía colapsada por el alcohol, yo no podía conciliar el sueño porque sabía que los hombres podían ser peligrosos y, en efecto, algunos se acercaban a mi mamá de maneras inapropiadas. Estoy segura de que esto pasaba antes, pero yo no estaba alerta. Muchas veces logré salvarla y definitivamente me salvé a mí misma también, pero por muchos años no pude dormir en las noches.

¿De quién son los hijos sin padres?
¿Quién nos cuida en la noche?
¿Quién nos da fuerza? ¿Por qué
seguimos aquí?
¿Quién nos ama?
¿Quién elige qué seres humanos
tendrán infancia y quiénes no?
He pasado más tiempo llorando que
dormida.
Mira, mira, mis ojos son tan delgados.
Mis ojos tienen grietas, y por esas
grietas se filtra la luz.
¿Como el relámpago?
Sí… es tan bella la oscuridad cuando
se rompe en un relámpago.
¿Te das cuenta?
No tenemos techo, pero tenemos cielo.

Con autorización de la editorial Grijalbo publicamos un fragmento del libro Un día contaré esta historia