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Ciudad perdida

Reforma electoral: la lucha que viene

L

o dijo la presidenta Claudia Sheinbaum y por tanto es muy probable que suceda, pero una reforma electoral sin la tan necesaria reforma política de poco o nada servirá a un quehacer ahora tan pervertido como el de encauzar el interés público.

Pero primero, el diagnóstico: en 2014, con un deterioro evidente del trabajo partidista y sin el respaldo de las mayorías en los resultados electorales que cargaron con las consecuencias de un hecho fraudulento en 2006 y las dudas razonables en los métodos del triunfo en 2012, se aventuró la idea de lanzar una reforma electoral en donde todo iba a cambiar para que nada cambiara, y así fue.

Con aquel intento, lo que fue el Instituto Federal Electoral cambió para dar paso al Instituto Nacional Electoral, que en nada contribuye a reforzar la democracia, pero sirve para ampliar las dudas sobre la eficacia de las contiendas partidistas y reparte los dineros del contribuyente a una serie de políticos que han convertido ese quehacer, el político, en un negocio personal.

Dadas esas circunstancias, la contienda electoral dejó de ser una forma de avalar lo justo y significa, para un lado y otro, la gran manta de impunidad que sirve para legitimar una decisión que por tanto, no cuenta con la anuencia de las mayorías en un sinnúmero de casos. Por ello, sí debe existir una reforma que modifique ciertas formas en la contienda: una reforma electoral.

No obstante, hay que tener en claro que la distancia entre una reforma política y una electoral que busque aliviar los males de nuestra muy cansada democracia es muy grande, y si bien la política puede servir para aliviar la electoral, las modificaciones a ésta no alteran en nada o en casi nada a la política; sus males persisten y terminan contagiando a la electoral.

Entonces, es necesario que quienes estén a cargo del inmenso e importante trabajo de hallar las formas para modificar las leyes electorales, reflexionen en el sentido de crear nuevas reglas que den al quehacer político el respaldo de la legitimidad, que sólo se consigue con el respeto y la opinión favorable de las mayorías.

El sistema político está mal, muy mal. Tal vez la idea de acabar con los diputados plurinominales esté errada y se termine cuando se den cuenta de que es necesaria para encauzar ciertas posturas opositoras de algunos grupos de la población que impulsen la autocrítica en las hegemonías partidistas; sí, eso sí, pero lo que no hace falta es que diputados y senadores estén convertidos en mercaderes, en profesionales de la demagogia y que antes que salir a las calles para tratar de entender las carencias de la población a la que dicen defender, pongan por encima de todo su salario y canonjías.

Todo o casi todo está mal. La democracia mexicana subsiste atrapada entre los hilos de una telaraña que han tejido los partidos, sin excepción. La política hoy defrauda al ciudadano y así las cosas el producto de ese fraude es el cinismo, la impunidad con la que se conducen los que, convertidos en profesionales de la política, serán refractarios al cambio que es urgente.

Y sin duda la lucha por la reforma será mucho más encarnizada que la que ya vivimos en la judicial. Que nadie se sorprenda.

De pasadita

Así que los que gritaban ¡impunidad! cuando de abrazos y no de balazos se trataba el combate contra el crimen organizado, aunque supieran que se buscaba arrancar de raíz el mal, ahora vuelven al grito, pero para manifestarse en contra de la ley que permitirá un más profundo trabajo de investigación; entonces, que quede claro: ¿lo que quieren es una guerra abierta? ¡Haberlo dicho antes!