ue Weber quien ubicó al carisma entre las formas de constitución de la autoridad y legitimidad gubernamental. A diferencia de los tipos tradicionales (linaje) y racional-legales (burocráticas), el liderazgo carismático es el reconocimiento colectivo de cualidades excepcionales de una persona que la hacen depositaria irrestricta de la fe y la esperanza de una expansiva comunidad de seguidores.
Se trata de la experiencia colectiva de una sólida adhesión, no sólo ideológica y política, sino también emotiva hacia él o la líder. Se crea un tipo de magnetismo personal que hace que las acciones y decisiones que toma el líder sean asumidas como un destino colectivo de inspiración nacional.
El carisma puede manifestarse embrionaria y localmente en los escenarios de la vida cotidiana en que participa la persona y que, en ciertas circunstancias, la catapultan a la escena política. Pero se multiplica por mil, y se irradia como un hecho social totalizante en y desde el gobierno del Estado, dependiendo de las medidas gubernamentales que adopta. El liderazgo carismático moderno es, en cualquier lado, un producto estatal y una forma difractada de la formación de lo popular.
La experiencia política del carisma no es exclusiva de la historia política latinoamericana, sino que puede acontecer en cualquier sociedad que atraviesa profundas crisis económico-políticas, como en Estados Unidos con Trump. A su vez, puede adquirir distintas direcciones políticas. En unos casos, democratizadora y progresista o, en otros, autoritaria y conservadora.
Esto es lo que no pudo ver Weber: que el líder carismático no surge en cualquier momento de la historia de un país. Existe un momento carismático, esto es, un tiempo de excepcionalidad que abona sus condiciones de posibilidad. Se trata de los momentos de crisis económicas y estatales que corroen las certidumbres de vida de las personas, que carcome las condiciones de existencia de una gran parte del pueblo, lo que las lleva a divorciarse de las narrativas dominantes y, en ocasiones en medio de acciones colectivas, a mostrar disposición a adoptar nuevas creencias que devuelvan confianza y certidumbre en un porvenir mejor que el presente.
Perón, Getulio Vargas o Cárdenas o, ahora, Cristina Fernández de Kirchner en Argentina, Chávez en Venezuela, Evo en Bolivia o López Obrador en México, han surgido precisamente en momentos de transición de un ciclo de acumulación económica y legitimación política, a otro nuevo. En el siglo XX, del liberalismo censitario y primario exportador al desarrollismo nacionalista. En el siglo XXI, del neoliberalismo oligárquico al posneoliberalismo con inclusión social. En ambos momentos cismáticos, los líderes carismáticos son una expresión de la crisis y una manera de su resolución mediante una nueva cohesión social y mejoras en las condiciones materiales de existencia de amplias mayorías populares.
El liderazgo carismático es una forma de unificación contenciosa de la sociedad, de construcción de las clases sociales, de sus alianzas y, ante todo, de los que se consideran adversarios provocantes de la crisis.
Cuando el enemigo a derrotar es una parte sustancial de la sociedad, por ejemplo, los migrantes, estamos ante un liderazgo conservador y obligatoriamente autoritario para aislar a las clases consideradas patógenas
al cuerpo nacional. En este caso la nación ha de encogerse, mutilarse, para salvarse
. Cuando los adversarios son las oligarquías, locales o externas, la nación a reivindicarse es expansiva, y corresponde a los liderazgos progresistas.
Una particularidad latinoamericana es que el liderazgo carismático se presente como experiencias de democratización de la sociedad y de ampliación de los portadores de derechos colectivos. En el siglo XX, de los trabajadores asalariados vía la ciudadanía sindical. En el siglo XXI, de los asalariados precarios, de la informalidad, de las mujeres y, en otros casos, como el de Bolivia, de los pueblos indígenas mayoritarios.
No es extraño que, en estos últimos casos, el peso histórico de los líderes carismáticos sean tan profundo y duradero. Para grandes mayorías sociales, es el rostro y la personificación de su reconocimiento como personas dignas, como sujetos de derechos. Es el abandono de la marginalidad y la indigencia. Es la ampliación de su consumo, del primer ahorro en la vida, de su primera casa, del primer hijo profesional o del primer colegio de ladrillo. Es la experiencia de la igualdad, independientemente de su apellido y color de piel.
Aun cuando hayan dejado el gobierno o que el momento carismático que le dio nacimiento ha desaparecido, el o la líder carismática seguirá ejerciendo una enorme influencia política en la sociedad y mantendrá el monopolio decisional del espacio partidario al que pertenece. El cierre de la fase épica del carisma, ciertamente disminuye la irradiación de la convocatoria del dirigente, pero siempre articulará una sólida base de adherente sin los cuales, a futuro, el proyecto político que antes lo encumbro, no podrá conformar una nueva mayoría social con efecto estatal.
En el caso de la muerte del líder, los seguidores buscaran disputar su herencia con mayor o menor éxito dependiendo las formas de enmarcar la continuidad de su legado. También hay transiciones pactadas, o de rutinarización del carisma, como la de Obrador, en México, en la que el líder delega personalmente la autoridad; pasa a la sombra política del nuevo gobernante, pero mantiene espacios de influencia en la estructura estatal. Hasta hoy, esta es la experiencia más exitosa.
La mayor complejidad surge cuando el líder carismático busca regresar a funciones gubernamentales directas después de que el momento carismático ha concluido. Un riesgo es hacerlo repitiendo las propuestas que años atrás fueron efectivas para afrontar la crisis y que, ahora, resultan insuficientes para abordar los nuevos problemas sociales. Es resultado será una autodegradación y colapso de la influencia política carismática por la irresolución de las demandas populares. Otro escollo podrá venir del propio grupo de seguidores que exigen su oportunidad de estar en el gobierno y que, desde el Estado, rompen con el líder que los levantó y, mediante manipulaciones legales, lo proscriben electoralmente, como en Ecuador y Bolivia. Estos segundones envilecidos, finalmente se ahogarán en desastrosas gestiones gubernamentales, pero habrán desprestigiado al bloque nacional-popular y llevado a que se comprima alrededor del líder carismático; intensa, pero ya no mayoritaria ni hegemónica, sin iniciativa histórica y anclada en la defensa de lo hecho anteriormente.
Y otra opción es que las fuerzas políticas conservadoras, embriagadas de un resentimiento de clase, busquen matar o proscribir al líder. Es el caso de Cristina en Argentina. Carentes de alma nacional, esas élites no pueden entender que encarcelar a un líder carismático es aprisionar a una parte de la historia misma de la patria, al lado plebeyo de esa historia.
Para muchos, el agravio al líder será un insulto a la dignidad colectiva y, por ello, es inevitable que se desate, en este momento tardío del carisma, la etapa de víctima unificadora de lo popular.
El martirio de la líder reclama en la memoria popular el destino de una redención. Ayuda a centralizar la autori-dad carismática y le insufla de nueva vitalidad para pugnar, otra vez, por unamayoría social electoral. Todo depende-rá de los límites que puedan visibilizar-se de la gestión gubernamental conservadora y de la propia capacidad de la líder carismática para superar la devoción por añoranza y promover el apego por esperanza. Por una nueva esperanza expansiva incrustada en el porvenir.
* Ex vicepresidente del Estado Plurinacional de Bolivia