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La eternauta
U

no. A mediados de 1993, atendí en Quito a las argentinas Elsa Sánchez (1925-2015) y Laura Bonaparte (1925-2013), pioneras de las mujeres que en México y América Latina buscan a sus seres queridos, devorados por una suerte de odio cósmico programado.

Dos. Conocía a Laura, quien tras perder a siete miembros de su familia llegó a México y poco tardó en sumarse a la lucha de Rosario Ibarra (1927-2022), mamá de Jesús Piedra, desaparecido en 1974 durante el gobierno de Luis Echeverría Álvarez.

Tres. Elsa y Laura llegaron a casa en momentos que me hallaba trabajando en un texto para el Unicef. Ambas participaban en un encuentro sobre derechos humanos, en tránsito a otro que tendría lugar en Europa. Pero con la agenda más cargada, Laura me dejó a solas con la viuda del autor de El eternauta (1957), profética historia que hoy, llevada al cine por Netflix, registra un sorprendente y creciente impacto mundial.

Cuatro. Elsa había perdido a nueve familiares: el esposo (Héctor Oesterheld, 1919-77), cuatro hijas veinteañeras (dos con embarazos avanzados), y dos yernos. Tragedia que ya en democracia difundió la revista argentina Humor, una publicación muy seria que oxigenaba el clima de miedo y terror impuesto por la dictadura cívico-eclesiástica-militar (1976-83).

Cinco. Transcribo un párrafo del momento en que le entregaron el cadáver de Beatriz: “Entonces, el comisario me dijo: ‘Señora, desde ya le digo que esto es obra del Ejército. La policía no tuvo nada que ver, a nosotros nos llaman para que nos hagamos cargo de la parte de enterrar’” ( Humor, No.122, Buenos Aires, febrero de 1984).

Seis. A Héctor los verdugos reservaron un tratamiento especial: lo torturaron durante meses, y luego le mostraron fotografías de las hijas muertas. Y antes de asesinarlo le llevaron a Martín, su nieto de cuatro años, para ver dibujitos en la tele del campo de concentración.

Siete. En medio de mi propia entrevista, quedé sin aire. ¿Estás bien?, preguntó. Con fingida compostura, respondí: Muy bien. Pero ella siguió hablando y hablando, hasta que la interrumpí: Párale, por favor.

Ocho. Elsa preguntó si había leído Alicia, a través del espejo. Sólo la del país de las maravillas, respondí. “Bien –dijo–. En la que no has leído hay un momento en la que Alicia pasa a través del cristal, entra en el cuarto del espejo, da con un mundo al revés y, caminando hacia atrás, se acerca a la colina donde estaba ‘El Jardín de las Flores Vivas’. Pero allí encuentra a un rey que la estaba soñando. Entonces, Alicia se pone a llorar, reclamando que ella es real”.

Nueve. “Real como tú…”, dije por decir algo. “En efecto –observó–. Pero luego de gritar en soledad el nombre de mis hijas… ¡qué digo!, de aullar sus nombres, el sufrimiento alcanzó tal grado de incandescencia que se cristalizó, y me volví indestructible. Tenía que fortalecerme, y dar a mi nieto respuestas con verdad. Lo único que podía salvarlo era demostrar que los valores que di a mis hijas eran sólidos y sanos.”

Diez. ¿Alguien te apoyó? –“Mirá… El día en que me avisaron por teléfono que habían matado a Beatriz, un sacerdote vino a verme. Te aseguro que me sentí reconfortada. Estuvo un rato conmigo. Hablamos. Le supliqué que no me abandonara. Le confesé cuánto lo necesitaba. Prometió volver. Nunca más lo vi.”

Once. ¿Y después…? Elsa me clavó la mirada: “No hubo ‘después’…. Con tristeza infinita entendí que la calamidad que azota a nuestra época es producto de la mentira y la falta de respeto en lo inherente a la base moral de nuestra sociedad”.

Doce. La entrevista siguió en 2002, en su departamento de Buenos Aires, ubicado en la Torre Dorrego del barrio de Palermo, donde transcurre el sexto capítulo de la serie de Netflix. Ocho horas de grabación, en las que la verdadera eternauta, con el llanto quemado dentro, narra su viacrucis sin derramar una lágrima.

Trece. Viajero de la eternidad y peregrino de los siglos, El eternauta advirtió hace más de 60 años de la inminente aparición de entes invisibles que a los terrícolas implantan una glándula de terror para dominarlos y, en caso de rebeldía, segrega un veneno que les chupa el cerebro. Cosas de ciencia-ficción, se dijo entonces... https://www.jornada.com.mx/2023/09/27/opinion/019a2pol

Catorce. Del monero argentino Roberto Fontanarrosa (1944-2007): “…después de leer a Oesterheld, ya no admitiríamos leer cualquier cosa”.